Por Roberto Navia Gabriel (*)
Fabio ha cumplido 11 años el 6 de abril y lo ha festejado sin piñatas, sin payasos y sin amigos correteando por el patio. Esta vez apenas le han abrazado su mamá Rosy y su hermano mayor, Adrián, que también están encerrados. Una mesa con mantel debajo de la galería silenciosa, más grande que nunca. Ahí colocó ella la torta de chocolate a las cinco de la tarde. Ahí lo vimos a Fabio paradito, sabiendo que, con Karina, mi amada esposa, lo mirábamos por encima de la barda de la casa contigua a la suya, porque habíamos sido invitados bajo la modalidad que impone la pandemia: de lejos, para no poner en peligro a nadie, ni siquiera a uno mismo. Le cantamos el cumpleaños feliz, guardó un silencio musical para pedir un deseo, apagó la vela y fabricó una sonrisa llena, redonda como la luna que salió temprano, quizá como un regalo limpio y libre de virus y de cuarentena.
Un cumpleaños de niño con las limitaciones que pone una barda. Ahora la barda es de todos y nos separa bajo pretexto de que así la humanidad está más unida que nunca. Hasta hace pocos meses esto era apenas una película de terror y las historias del cine y de los libros han quedado pequeñas. Ahora sí los periodistas tienen motivos para no salir a las calles, pero también es ahora cuando más se los necesita afuera, donde antes muchos no estaban porque la premura les hacía cree que todo estaba al alcance de un twitter del que ahora reniegan. Aun así, las noticias revientan en las redes sociales y algún día se sabrá cuáles son ciertas o inciertas o medias verdades. Cuando este infierno vaya pasando, los datos de la coyuntura y los números de víctimas serán olvidados y quedarán los reportajes y las crónicas que cuentan historias más allá de las cifras y de los porcentajes.
El mundo que vemos es el mundo que nos cuentan a través de rendijas de ventanas porque apenas la gente puede salir a comprar el pan del día. Pero adentro, en la casa que es un refugio, una catedral y un bunker, es también un universo infinito donde es posible transitar, viajar por las vertientes del encierro sin ningún salvoconducto. Mirar de puertas adentro para observarse a uno mismo, para atrapar el tiempo que siempre nos hizo falta y que era el motivo para las justificaciones que ahora ya no tienen justificación: No leo porque no tengo tiempo, se lamentaba un coro de personas ocupadas que corrían hacia ninguna parte. El escritor argentino Julio Cortázar solía decir que los libros, además de letras, deberían venir con el tiempo que uno necesita para leerlos. Ahí está ahora el tiempo, para leer, para sentarse a contemplar a las nubes de vientre amarillo, para ocuparse de hacer nada, para dormir hasta que duela, para jugar con los niños los juegos que se jugaban antes de la Internet, para esperar caer la lluvia que hará nacer el olor campestre a tierra mojada, para acordarse de papá y de mamá durante el tiempo de la primera felicidad, para redescubrir los sonidos que la modernidad se había tragado con hambre de lobo, para extrañar la monotonía de los viejos tiempos cuando creíamos que nos estorbaba, para aguardar, como en una estación de tren, los viajes que no pudimos realizar.
Se viaja a través de los libros y también se puede viajar sin salir de casa. En mi caso, por ejemplo, la galería me lleva a la selva tropical porque está rodeada de helechos y de árboles de cayú, de chirimoya, de guanábana y bambú. Hace poco aterrizó una bandada de pájaros para jugar como niños en las ramas y en el patio. Brincaron como cabritos, hicieron piruetas emblemáticas y sus cantos encontraron a mi gata Basilia durmiendo a piernas suelta, como si el mundo no estuviera con su mordaza en la boca. Tengo una hamaca viajera que estuvo el otro día en Aguas Calientes. La había tendido de un árbol a otro, cerca de las aguas tibias donde es genial bañarse a la medianoche, envuelto en una neblina de película, amparado por una luna buena y los sonidos luminosos que salen de las gargantas de las garzas que alumbran la noche desde los árboles nobles de la Chiquitania.
La sala, que es uno de mis sitios de lectura, me transportan a los mundos y personajes que encuentro en los libros que palpitan como el corazón de una locomotora que viaja por los rieles de los confines del mundo; desde uno de los sillones observo a Franz Kafka caminar por las calles de Praga. Lo imagino yendo a la casa de su hermana que queda en el número 22 del callejón estrecho, dentro del Castillo de Praga. Ahí se escapaba a escribir para que su padre no lo viera en esa faena que cuentan que le embroncaba. Ahí se ponía a narrar su mundo, en esa buhardilla de tres por cuatro metros, en ese pequeño barrio donde también habitaban hombres contratados por el rey para que encuentren la fórmula para convertir el acero en oro.
Mi estudio me hace viajar a mi mundo interior donde están guardadas las historias que aún no conté; conviven con la estela de las que ya volaron a buscarse la vida a otros puertos, son testigos del proceso creativo, de las noches sin sueño, del tic, tic que hacen mis dedos en las teclas de esta computadora en la que escribo. Aquí están los sueños dentro de otros sueños, en los libros que trepan las paredes, que posan en la mesita de luz, en una esquina donde se añejan algunos vinos traídos de allá.
La cocina, me lleva a los colores, sabores y olores de los países de los que siempre con Karina nos traemos algo para recordarlos y que nos abren el apetito por la vida, por volver: el jamón de España, la sartén de cobre con la torre Eiffel de París, los tulipanes de Ámsterdam, los chupitos de medio mundo, la yerba mate de Argentina, el vaso cervecero de Berlín…
Y el pasillo es el museo donde se puede mirar el mundo a través de los cuadros adquiridos la tarde de lluvia en el Barrio Latino de París, el barco y su mar de Van Gogh en Holanda, el almuerzo de un grupo de constructores en lo alto de un rascacielos, esa fotografía famosa tomada en 1932 por Charles C. Ebbets durante la construcción de un edificio en el centro Rockefeller en New York. De ahí, hay solo unos pasos al puerto del dormitorio donde, desde que empezó la cuarentena, tengo un sueño recurrente: llueve mientras conduzco por una carretera que después se ilumina por un sol que navega en un cielo marino.
Un sol amarillo como esa luna que salió temprano la tarde cuando Fabio celebró su cumpleaños número 11 y apagó su vela, después de que pidió un deseo que guardó en una sonrisa redonda que con Karina vimos desde el otro lado de la barda.
* Roberto Navia Gabriel (Santa Cruz de la Sierra, 1975) es un periodista boliviano, ampliamente galardonado por sus artículos y reportajes de investigación. Es el abanderado de la crónica periodística de su país, escritor, productor de documentales y maestro de periodismo. Actualmente es director de la productora Navia Entertainment